En el año 2014 el abogado Mario Casteja se hizo titular  del concepto de “derecho al olvido”,  tras el fallo a su favor emitido por sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE).  El nombre de este letrado, vinculado a un embargo, había aparecido en el omnipresente Google. A pesar de que el tema estaba resuelto, la noticia no desaparecía de internet, afectando negativamente a su reputación. La sentencia dictada a su favor por este Tribunal Europeo obligó a Google a eliminar de la lista de resultados, aquellos enlaces a páginas webs publicadas por terceros, que contuviesen información relativa a esa persona, si el afectado lo solicitaba. Con esta resolución se abrió la puerta a muchos ciudadanos que se encontraban en situaciones similares, y se les dio la herramienta para poder proteger sus datos y su reputación.

Con el ruido que trajo esta noticia se popularizó también el concepto de “derecho al olvido” como el derecho a proteger la privacidad y los datos personales de los ciudadanos. De hecho, la Agencia Española de Protección de Datos  lo define como “el derecho a impedir la difusión de información personal a través de internet cuando su publicación no cumple los requisitos de adecuación y pertinencia previstos en la normativa. En concreto, incluye el derecho a limitar la difusión universal e indiscriminada de datos personales en los buscadores generales cuando la información es obsoleta o ya no tiene relevancia ni interés público, aunque la publicación original sea legítima (en el caso de boletines oficiales o informaciones amparadas por las libertades de expresión o de información”.

Términos como “droit a l’oubli” (Francia), “diritto all’oblio” (Italia) o “right to be forgotten” (Reino Unido) dan una idea de lo arraigado que este concepto está ya en muchos países. Y sin embargo, es un término que se presta a la duda: ¿es correcta la palabra “olvido”? ¿Qué es exactamente lo que hay que olvidar? Porque, aceptando sin más esta expresión, se genera la idea -y no solo en el inconsciente colectivo- de que hay algo que debe olvidarse, borrarse de la luz pública. Es posible que en muchos casos suceda así pero en otros lo único que se desea es únicamente la privacidad de nuestros datos, nuestras operaciones financieras, o nuestra historia laboral: aquí no hay nada que olvidar, pues nada se hizo.

El término “derecho al anonimato”, abarca un espectro más amplio y también más justo, ya que no implica juicios de valor. Con independencia de los hechos o datos que se deseen proteger, el “derecho al anonimato” es un derecho fundamental y su aplicación puede ser anterior al hecho, mientras que el “derecho al olvido” presupone connotaciones negativas y además por la propia naturaleza de este término, sólo es aplicable con posterioridad.

No se puede modificar lo que ya está escrito, y en este sentido hay que respetar el término “olvido” utilizado en el día a día de la calle y de la normativa. Pero sí se puede comenzar a igualar el término “anonimato”, equiparándolo a “olvido” y que se usen indistintamente, de manera que para regulaciones futuras tenga una opción de aparecer en las leyes.  Y es que únicamente estamos en los inicios y es ahora cuando se afianzan los términos. Usemos la palabra que más  proteja nuestra privacidad. Al fin y al cabo, quien creó el “derecho al olvido” no imaginaba que abría un nuevo concepto jurídico.  Hagamos lo mismo entonces, y demos vida al “derecho al anonimato”,  una idea que va por delante del hecho. Y es que en derecho, como en medicina, la prevención es siempre la mejor cura.

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